Mercoledì della XXV settimana del Tempo Ordinario



Dal Vangelo secondo Luca 9,1-6.

Egli allora chiamò a sé i Dodici e diede loro potere e autorità su tutti i demòni e di curare le malattie. E li mandò ad annunziare il regno di Dio e a guarire gli infermi. Disse loro: «Non prendete nulla per il viaggio, né bastone, né bisaccia, né pane, né denaro, né due tuniche per ciascuno. In qualunque casa entriate, là rimanete e di là poi riprendete il cammino. Quanto a coloro che non vi accolgono, nell'uscire dalla loro città, scuotete la polvere dai vostri piedi, a testimonianza contro di essi». Allora essi partirono e giravano di villaggio in villaggio, annunziando dovunque la buona novella e operando guarigioni.


IL COMMENTO

Il Regno dei Cieli è vicino. Gli Apostoli ne sono gli ambasciatori. E, con loro, anche noi. Il Vangelo di oggi getta una luce di consolazione sulla nostra vita, sulla missione alla quale siamo chiamati. Essere quel che siamo. Come diceva Giovanni Paolo II, questo equivale ad incendiare il mondo. Un Giapponese in Italia, faccia quel che faccia, ovunque vada manifesta chiaramente la propria origine. La porta disegnata nei suoi occhi, se ne sente l’eco nell’accento, lo si intuisce dall’approccio alle cose della vita. Per gli Apostoli del Regno dei Cieli è esattamente lo stesso. Ovunque appaiano, si fa presente il Cielo. Lo recano impresso nelle loro vite, nel pensiero, nelle parole. Il Regno della Grazia, dove vivono coloro che hanno ricevuto tutto gratuitamente e gratuitamente lo donano. L’amore, la giustizia e la pace.

Per questo non portano con sé alcuna sicurezza, alcun appoggio se non la Parola per la quale sono stati inviati. La Parola che conferma le loro parole, che rende evidente la loro natura, quella di figli di Dio, cittadini del Cielo. La volontà di Dio si compie in loro per pura Grazia. Monete, sandali, bisacce, bastone, non fanno per loro. Il loro bagaglio, come per Davide dinnanzi a Golia, sono solo le cinque pietre, i cinque libri della Torah, la Parola trafitta delle cinque piaghe del Signore. Il potere di curare e guarire li accompagna, fare presente il Cielo, la vittoria sul mondo e la corruttibilità della carne, la vita più forte della morte. La vita celeste. Essa è un dono del Cielo, del Padre. Le virtù teologali, fede, speranza e carità, i connotati della Grazia battesimale. Vivere in questa Grazia, a questo sono chiamati e inviati gli Apostoli.

A questo siamo chiamti ed inviati anche noi. Ogni giorno sulle strade della nostra vita. Essere quel che siamo. La vita celeste in noi, lo Spirito Santo che ispira, guida e compie in noi le opere di vita eterna che ogni uomo attende, che tutti hanno diritto di vedere, per credere, per essere salvati. Nessun piano preventivo, nessun programma se non quello di Benedetto XVI: essere docile alla volontà di Dio, alla Sua Grazia. Ad essa attingere ogni istante, come Maria ai piedi di Gesù, ascoltare la Sua Parola sussurrata tra le pieghe della vita.

Anche ogi siamo dunque inviati ad accendere il mondo. Essendo quel che siamo, deboli, infarciti di difetti, peccatori. Ma amati gratuitamente. Istante dopo istante. Al lavoro, in famiglia, nella malattia, nella sofferenza o nella gioia l’amore del quale siamo amati è la nostra manna, che non imputridisce. Non portiamo due tuniche, non possiamo prendere e assicurarci il futuro. Ogni giorno dobbiamo uscire e attingere il Suo amore, nell’ascolto della Parola e nei sacramenti. Precari ma pieni di speranza. Ogni giorno sul treno della vita fin dove il Signore ci condurrà. Ad essere accolti oppure no, la pace, il dono messianico, l’aria del Cielo, nessuno potrà togliercela. Essa è con noi per sempre.




Evangelio según San Lucas 9,1-6.
Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.




COMENTARIO


El Reino de los Cielos està cerca. Los Apóstoles son de ello los embajadores, enviados con poder y autoridad. Y, con ellos, también nosotros. El Evangelio de hoy echa una luz de consuelo sobre nuestra vida, sobre la misión al que somos llamados. Ser aquellos que somos. Como dijo Juan Pablo II, ésto es incendiar el mundo. Un japonés en Italia, haga lo que haga, en todo sitio manifiesta claramente el mismo origen. Lo lleva dibujado en sus ojos, se oye el eco en el acento, lo se intuye del aproche a las cosas de la vida. Es extranjero y se ve, claramente. Para los Apóstoles del Reino de los Cielos es exactamente el mismo. En todo sitio llegen, se hace presiente el Cielo. Lo llevan imprimido en sus vidas, en el pensamiento, en las palabras. El Reino de la Grazia, dónde viven los que han recibido de gratis todo y de gratis lo donan. El amor, la justicia y la paz.

Por eso no llevan consigo nada, ninguna seguridad, ningún apoyo, si no lo de la Palabra por la que han sido mandados. La Palabra que confirma sus palabras, que hace evidente su naturaleza, la de los hijos de Dios, ciudadanos del Cielo. La voluntad de Dios se cumple en ellos por pura Grazia. Monedas, sandalias, alforjas, bastón, autoridad y poder no dependen de la fuerza, de las capacidades, de la carne. El Apóstol ha sido buscado y llamado en la nada, en el fracaso, hasta en el pecado. La historia de Pedro llamado a la orilla del mar con las redes vacias despues de una noche en la qual no habia pescado nada. Por eso el equipaje de un Apóstol, como para David delante Goliat, solo se reasume en las cinco piedras, los cinco libros de la Torah, la Palabra transfija de las cinco llagas del Senor. El poder de curar y curar los acompaña, para hacer presiente el Cielo, la victoria sobre el mundo y la corruptibilidad de la carne, la vida más fuerte de la muerte. La vida celestial, don del Padre. Las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad son las señas de la Grazia bautismal. Vivir en esta Grazia, a ésto son llamados y mandados los Apóstoles.

A ésto también somos llamados y enviados nosotros. Cada día sobre los caminos de nuestra vida. Ser aquellos que somos. La vida celestial en nosotros, el Espíritu Santo que inspira, guía y cumple en nosotros las obras de vida eterna que cada hombre espera ver, que todos tienen derecho de ver, para creer, para ser salvados. Ningún programa si no aquel de Benedicto XVI: ser dócil a la voluntad de Dios, a Su Grazia. A ella acudir cada instante como Maria a los pies de Jesús, escuchando Su Palabra susurrada entre los pliegues de la vida.

También hoy pues, somos enviados a encender el mundo. Siendo aquellos que somos, débiles, rellenados de defectos, pecadores. Pero queridos de gratis, en cada momento. Al trabajo, en familia, en la enfermedad, en el sufrimiento o en la alegría el amor del que somos queridos es nuestro alimento, nuestro pan de cada dia, el maná que no pudre. No llevamos dos túnicas, tampoco el pan, no podemos tomar y asegurarnos el futuro. Cada día tenemos que salir y sacar Su amor, en la escucha de la Palabra y en los sacramentos. Precarios pero llenos de esperanza. Cada día sobre el tren de la vida hasta dónde el Senor nos conducirá. A ser acogidos o bien no, la paz, el regalo mesiánico, el aire del Cielo, nadie podrá sacarnosla. Ella está para siempre con nosotros.



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